Me llamo Carlos-Enrique, Enrique para los conocidos y Quique para los amigos.
Como saben los que me conocen, siempre me ha importado mucho el ayudar a los demás, por lo que he colaborado bastante con otras ONG sin ánimo de lucro.
Tengo un trabajo que me coge muchas horas, además de las que dedico a atender a la familia, pero he comprobado que el tiempo se estira como el chicle cuando uno se esfuerza.
Por mi propio trabajo he tenido que llevar o recoger a algunas personas en “urgencias”, y me resulta muy difícil apartar la mirada de las personas mayores que están esperando solas, como un fardo inútil.
A los ancianos se les ha quitado, en mi opinión, todo tipo de valor, porque ya no pueden aportar más que trabajo. Por esta razón, aunque en ASA atienden tanto a jóvenes como a mayores, y ofrece un amplio abanico de posibilidades, me ofrecí para acompañar a los de más edad en esos ratos de espera.
La primera vez que me acerqué, ya como voluntario, a una persona que estaba sola en urgencias, me sorprendió que no me recibiera como a un extraño. Le pregunté qué le pasaba y mientras me lo contaba comprobé que su cara contraída por el dolor se iba relajando, hasta llegar casi a sonreír. Cuando, al fin, le llamaron por los altavoces, le ayudé a acercarse hasta el lugar dónde le iban a atender. Parecía hasta alegre.
Mi experiencia es que esto sucede casi siempre. Algunas veces, me tengo que limitar a acariciar al enfermo y decirle palabras de cariño y esperanza. Si puedo, me quedo con su teléfono y me intereso por conocer los resultados de la exploración.
Resulta muy gratificante haber devuelto su dignidad a esa persona. Notas que algo por dentro te dice “bien”, “muy bien”.
Ya he dicho que estoy muy condicionado por mi trabajo, por lo que sólo le dedico unas pocas horas a la semana. Pero ¡vale la pena!
Aprovecho mi testimonio para llamar a mucha gente para que se haga voluntario, dentro de las muchos modos de acompañamiento que ofrece ASA.