Como indica el título, este artículo está dedicado a los ancianos.
Estos, que, en el ámbito de la familia, son los abuelos, tíos, tios abuelos, etc.
Gracias a los progresos de la medicina la vida se ha prolongado: el número de los ancianos se ha multiplicado, pero esto no supone un lastre. Los ancianos son una riqueza que no se puede ignorar.
Un sabio, decía hace poco, al visitar una Residencia de mayores,: “La calidad de una sociedad se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común”
Los ancianos son hombres y mujeres, son nuestros padres y madres que de quienes hemos recibido mucho; no son extraterrestres.
El anciano somos nosotros: dentro de poco, dentro de mucho, aunque no lo pensemos. Y si nosotros no aprendemos a tratar bien a los ancianos, así nos tratarán a nosotros.
Un ejemplo puede hacernos reflexionar:
Un abuelo anciano se ensuciaba cuando comía porque no podía llevarse bien la cuchara a la boca con la sopa. Y el hijo, es decir, el padre de la familia, tomó la decisión de pasarlo de la mesa común a una pequeña mesita de la cocina, donde no se lo veía, para que comiera solo.
Pocos días después, llegó a casa y encontró a su hijo más pequeño que jugaba con la madera, el martillo y clavos. Le preguntó: «-Pero, ¿qué cosa haces?– Hago una mesa, papá.- ¿Una mesa para qué? – Para cuando tú te vuelvas anciano, puedes comer como el abuelo”.
La tradición Occidental, hasta hace poco, siempre ha sostenido una disposición al acompañamiento afectuoso y solidario a los ancianos, en la parte final de la vida.
Actualmente hay muchos tipos de voluntariado que hacen, de la atención a nuestros mayores, su principal objetivo.
Lo que acabamos de decir da alegría porque una comunidad en la cual la proximidad y gratuidad dejaran de ser consideradas indispensables, perdería con ellas su alma. Donde no hay honor para los ancianos, no hay futuro para los jóvenes.